Nostalgia y rebeldía de Jorge Eduardo Eielson; por Ricardo Wiesse

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 “Desde que comencé a leer y a escribir me di cuenta que

 el mundo era un prodigio y que mi misma existencia era

 un prodigio y que mi misma existencia era un milagro.

 Modesta, íntimamente, hago lo que puedo para

 agradecerlo”.

Jorge Eduardo Eielson

(2) Hace medio siglo, casi no había en Lima forma de apreciar presencialmente pintura contemporánea. Por ello, mi aprendizaje del panorama artístico universal se limitó a las reproducciones en offset. Sin embargo, a fines de 1977, la galería Camino Brent presentó la serie de cuadros titulada Paisaje infinito de la costa del Perú de Jorge Eduardo Eielson, poeta laureado que residía en Italia. Dos rectángulos arenados se fijarían indeleblemente en mi mirada, austeros como las abstracciones de Antoni Tapies. Casi monocromos, llevaban inscritas dactilarmente las palabras “Arena”, uno, y “Poema”, el otro. Estas obras me transportaban al desierto camino al norte, donde pasé mi infancia, y a revisitar aquel paraíso desvanecido. Sentí una afinidad signada por la nostalgia. No tardé en recoger arenas de dunas, de mares y de ríos, y polvos pigmentados que serían los insumos de las obras presentadas en mi primera exposición en 1980 en la galería Forum.

(3) Eielson acompañaba esos cuadros con un texto donde se preguntaba “¿Por qué acatar siempre, servilmente, la hegemonía cultural de Europa?”. Más adelante planteaba “no manipular el material. No violentar su propia estructura, sino dejarlo actuar, apenas dispuesto en grandes superficies. […] La materia se transfigura y —por virtud de la memoria— deviene paisaje interior, paisaje cultural, paisaje total, paisaje infinito. […] El desierto sigue siendo —así como lo fue para nuestros antepasados— cuna y tumba de nuestro acontecer histórico. […] (4) El paisaje de la costa es completamente abstracto, formado por estratos de mar, arena cielo y horizonte. […] Tenía que excavar por mí mismo en esa dimensión hostil que la naturaleza y la historia me habían deparado”. Así, el poeta me despejaba lo que antes solo intuía. Tras sobrevolar las Líneas de Nasca, sentí el misterio contenido en esos dibujos desmesurados, cantados por Eielson como “las viejas líneas/Que transforman el desierto/En un pensamiento”.

(5) Desde sus inicios, el poeta/pintor cultivó alternativa o simultáneamente la palabra y los medios visuales como la pintura, el dibujo, la escultura, la fotografía e, incluso, la dramaturgia. Su vocación lo llevó a elaborar, en sus palabras, una “escritura tridimensional”, “un lenguaje que, sin destruir lo específico literario, revitalice la escritura, le asigne un nuevo valor”. En una entrevista con Abelardo Oquendo (1988), declaró: “En la tradición literaria occidental se ha identificado tanto la poesía con el lenguaje, que se ha vuelto casi imposible concebirla fuera de él. Sin embargo, su verdadera esencia está, precisamente, en lo inefable, en lo indecible, en todo aquello que las palabras no pueden formular. No por nada el verdadero poeta, como observaba antes, dedica su vida a la aprehensión de la poesía más allá de las palabras. Semejante operación realiza el pintor cuando trata de detener una visión, un color, una luz, una imagen que, siendo hechos de pintura y de colores perfectamente reconocibles, provoque en nosotros una resonancia poética desconocida. […] ¿No es extraño que un pasado artístico tan rico como el nuestro no logre alimentar en profundidad a nuestros artistas contemporáneos? Es cierto que el Perú es quizás el único país de la tierra que reniega de su pasado indígena”.

(6) Atraído desde joven por el arte prehispánico, aquilaté intensamente palabras suyas como: “He nacido en un país antiquísimo, cuyo esplendor hoy en día es subterráneo” y “Nuestras antiguas culturas no necesitan ningún tipo de conmemoración nacionalista o festejo folklórico, sino un serio, paciente y amoroso conocimiento científico y artístico”. Desde siempre, las gasas de Chancay me fascinaron tanto como a él hacía décadas. Para Eielson —que las llamaba “telas de araña humanas, resistentes a los siglos y a la inteligencia”, “una verdadera apoteosis del algodón puro”, “construcciones de luz y de espacio”— constituían “un arte sutil como pocos […] realizado “con una mínima cantidad de materia que pone en mayor evidencia la intensidad de su contenido espiritual”. Como las de Chavín, afirma, esas telas repletas de “fervor cósmico” fueron tejidas y anudadas “para dialogar con los dioses”. Portan “lo sagrado y eterno que subyace en cada uno de nosotros y que nos identifica con todos los hombres, cualquiera que sea su circunstancia”.

(7) Mi asombro frente al antiguo arte andino creció ante las gavetas del museo Amano y, aún más, con la lectura, en 1980, del prólogo de Eielson al libro de fotografías de José Casals sobre Puruchuco, del que alaba su “calidad de signo”, apenas valorado por “nuestros inmóviles patrones mentales”, y su “diseño con mano maestra, con variedad y simetría, con la ortogonal elegancia y la pureza de líneas de un Mondrian”, que trasluce “un saber vivir con equilibrio las exigencias más íntimas alternadas con las objetivas necesidades de los demás”. (8) “El silencio de Puruchuco —afirma— se escucha también con los ojos”. Eielson también escribe: “Millares de peruanos —sobre todo, limeños, con penoso ahínco— añoran y aspiran a un europeísmo postizo, y dan la espalda a un auténtico pasado, sin el cual ningún futuro es posible. Gran parte de la tradicional visión de los vencidos es, precisamente, la de no querer ser lo que son sin poder jamás llegar a ser lo que quisieran ser. […] (9) La tranquila belleza de Puruchuco deja indiferentes a los admiradores del barroco colonial, o de las más espurias derivaciones del estilo cortesano francés del siglo XVIII, cuando no de las penosas versiones criollas de la arquitectura nórdica europea. Esta simiesca orfandad ha generado ese extraordinario muestrario del Kitsch internacional que hoy prolifera en algunos de los barrios de la capital. Motivo de bochorno para los peruanos de calidad, y de benévola sonrisa para muchos extranjeros, tales forúnculos no desaparecerán del rostro de la metrópoli mientras no desaparezcan sus atribulados prejuicios colonialistas”. Al concluir, Eielson confiesa sentirse “un peruano que, quizás con retardo —típico de nuestra historia— ha descubierto su propia identidad con euforia”.

(10) ¿Quién era este visionario a quien nunca abordé, aunque fue mi vecino en Barranco a fines de la década de 1970, alojado por un tío mío en el pasaje Funicular a dos puertas de nuestros amigos Rafael Hastings e Ivonne von Möllendorf? Lo conocería recién en 1987, en la segunda Bienal de Trujillo. Eielson recitó en la que sería su primera y única lectura pública en el Perú. La casona de la plaza de armas rebosaba con una audiencia electrizada. Lo recuerdo escuchando más tarde al borde del éxtasis el cajón de Julio Algendones, “Chocolate”, y alternando con los artistas jóvenes como tratando de acortar las distancias de su larga ausencia. Pasado el evento, Eielson publicó en “Lundero” —suplemento del diario La Industria— más de veinte artículos sobre arte y cultura. Ahí advirtió casi proféticamente que “el mito del progreso, tan radicado en el alma occidental, está agotando los recursos naturales del planeta y envenenando su atmósfera. Nunca como ahora, en sus millones de años de vida, la Madre Tierra había sido sometida a un saqueo y maltratamiento semejantes”. (11) La importancia de estos textos solo puede compararse con la Máquina de arcilla levantada por Emilio Rodríguez Larraín en la playa de Huanchaquito, hoy vergonzosamente desaparecida.

(12) La serie de cabezas de chamanes de Eielson (1985) rompe en su propia obra con lo que el crítico Juan Acha nombró el “puritanismo de la ortogonalidad”, tan influyente en las vanguardias modernas desde Mondrian y Malevich. Su dinamismo entreteje circuitos mentales laberínticos que recuerdan las lacerías medievales irlandesas de Lindisfarne. Caladas sobre fondos nocturnos, las bandas de color describen músculos y tendones de anatomías inventadas y también anudamientos a medio desatar, que revelan su naturaleza iniciática. El chamán es para Eielson la “imagen global de la creación humana”. Estos acrílicos fueron comentados por Francisco Tola como una “visualización intuitiva de las claves mágicas que constituyen nuestra más auténtica dimensión ontológica y cultural”.

(13) “La verdad es que no amo pero tampoco odio Lima”, declaró. Motivos le sobraron para alejarse. “Viviendo en Europa, he terminado por descubrir el Perú”—reflexiona Eielson en El Comercio, en 1988—“y darme cuenta del enorme daño que Lima le ha causado”. El deterioro de la capital “es el deterioro de un cuerpo maltratado durante siglos”. En Lima, “hablar de dignidad humana parece una broma de mal gusto. […] Todos sabemos que es imposible hablar de civismo sin civilización, ni de cultura sin creatividad”. La justicia social es “una de las tantas formas que asume el amor a nuestros semejantes y el respeto por su dignidad humana. […] Solo entonces podrá surgir en todo su esplendor ese milagro de nuestro pueblo —hoy consignado tan solo al pasado— que se llama religiosidad, arte, sabiduría. Cultura, en una palabra”.

(14) Eielson dialogaba con materiales simples e ideas complejas. Incursionaba poéticamente en lo doméstico —sillas, platos, botellas de leche— y en la ciencia. Perseguía, dijo, un “verdadero enganche con la realidad profunda de nuestro tiempo”. Fascinado con el principio de la incertidumbre de Heisenberg, constataba que en la realidad subatómica no existen posiciones ni velocidades, sino solamente ondas: una especie de “sueño de la materia”. Escribe: “Heisenberg atribuye a la naturaleza, en sus estratos más profundos —como es el caso de la física cuántica— una conducta muy cercana a la espiritualidad, e incluso la subconsciencia”. Esas partículas “son tan veloces e indescifrables que parecen estar gobernadas por el azar. Todo esto es de la más alta poesía. Por eso digo siempre serán los hombres de ciencia y sobre todo los cosmógrafos y los físicos de altas energías, los verdaderos poetas del siglo veintiuno”. Eielson se rendía ante el “impalpable elemento lúdico/aleatorio que preside toda obra humana, e incluso todo elemento natural”.

(15) Su performance, ambientación y exposición de pinturas Primera muerte de María se presentó en la sala Luis Miró Quesada de la Municipalidad de Miraflores, en 1988. La acción iniciada en la playa durante la puesta de sol se trasladó hasta la galería en un automóvil descapotado. Llevaba a la modelo Begonia Ruiz cubierta de satén azul, que alborotó la bajada Balta y la avenida Larco. Cuando aparecieron en las afueras de la sala, muchos gritaron “¡Que viva el arte!, ¡Que viva el arte!”, una manifestación sorprendente en un medio aterrado por Sendero Luminoso. La atestigüé desde la gran puerta de ingreso. Vi al poeta abrumado y pletórico, saludando al abrirse paso. Para mi sorpresa, me abrazó efusivamente y, tomándome del brazo, me pidió acompañarlo a ver la muestra, una deferencia inolvidable. Días después, me llamó para pedirme algo nuevamente inusual: conocer mi taller y conceder allí una entrevista a Canal 7. “Prefiero —explicó como disculpándose por su intrusión— un sitio de trabajo a las paredes impersonales del hotel donde me alojo”. Por supuesto accedí. Llegó puntualmente con su “amigo noble y fraterno”, Michele Mulas —el “príncipe de Gardalis”, como él lo llamó—, y conversamos sobre las telas y papeles a la vista. Resaltó la factura “paciente” de mis obras a pulso, alabó el jugo de guanábana que mi madre nos ofreció y respondió a los periodistas con su brillo característico. Se explayó sobre la colaboración como elemento esencial de sus grandes formatos y agradeció a Michele: “Nos ayudábamos recíprocamente, y eso era muy bello: todo salía mejor”. “Festejábamos la vida/Haciendo nudos”. ¿Qué habrá sido de esa grabación?

(16) Volvimos a encontrarnos en la galería Trilce de Gastón Garreaud, donde Michele expuso sus telas bicromas, delicadas y sólidas como “fragmentos de un laberinto”. Estas redes de “elementos rigurosos pero aleatorios” evidenciaban un rasgo común entre nosotros: el cultivo de la línea fina. Eielson me propuso visitarlos en su hotel. Allí, en una sala aireada gris perla, Jorge Eduardo puso en mis manos un pincel de pelo humano atado con hilos rojos a un mango de madera pulida, un implemento precioso que parecía nuevo. “Es de Chancay”, susurró. Mi asombro se desbordó cuando me dijo “Quédatelo. Es tuyo”. Me legaba un objeto que nos conectaba a una tradición de siglos. (17) Los ecos de esos y otros encuentros emergerían en mi muestra Desierto y memoria en la sala Luis Miró Quesada, en 1990. Allí exhibí, entre piezas recubiertas con polvos de mármol, una huella digital ampliada de casi tres metros de altura, trabajada íntegramente en arena, hoy en la colección del Museo de Arte de Lima. El pincel yace como ofrenda en un rincón secreto del desierto de Ica.

(18) Sigo sorprendido ante cada uno de sus quipus. Son piezas únicas y, a la vez, engarzadas en una serie aparentemente infinita. Ya en 1956 el poeta había formulado una pregunta crucial: “¿Y quién sería capaz de decidir con precisión si la luz suprema de la conciencia e inteligencia humanas no ejerce en nuestra sensibilidad ultramoderna la misma sugestión espiritual que la oscuridad y el misterio del existir en los pueblos de la antigüedad o en las sociedades primitivas del presente?”. Para su amigo y cómplice Javier Sologuren, “Eielson es el artista que ha sabido anudar la magia o la mística del color con los vectores formales en un centro abierto como una llama sutil y firme en el espacio. […] Eielson va ‘atando’, en cada obra suya, la concreción corpórea al escenario cósmico. […] Sus nudos “provienen del fecundo vínculo de la semejanza, de la metáfora descubridora”.

El hombre primitivo piensa mientras ata. Desde finales de la Ilustración, los nudos han motivado estudios de matemáticos, y luego de físicos, cosmólogos y biólogos. Eielson moviliza de nuevo algo muy arcaico: los hilos de la memoria. (19) Sabemos que los antiguos quipus no solo funcionaron como auxiliares contables. En 1615, Guamán Poma dibujó a un “secretario” que sujeta un quipu bajo el título “Astrólogo poeta que sabe del nudo del sol y de la luna”. Estos expertos en la lectura del cielo y de sus números eran los quilla wata quipoc, ‘lectores de quipus de meses y años’, guardianes y decodificadores de información calendárica y de combinaciones mágicas destinadas a asegurar el descanso de los muertos. Del mismo modo, Eielson conecta niveles cósmicos con cuerdas y tejidos, como nexos tangibles entre el micro y el macrocosmos, entre lo visible y lo invisible.

(20) El proceso creativo de los quipus y nudos de Eielson se inició con su manipulación de prendas contemporáneas —camisas, jeans, trapos—, quemadas, desgarradas y estiradas desde el perímetro del cuadro, con una carga existencialista conectada con los viejos ritos funerarios del Perú. (21) Las tensiones, torsiones, ataduras y superposiciones de tejidos desdoblan el plano y le dan al bastidor un rol protagónico. Los planos y las cuerdas se alzan, se echan y se pliegan como un fragmento del desierto visto desde alturas satelitales, dividido por cortinajes o campos cromáticos. Eielson habla de sus “quipus” como de estructuras plásticas “en abierto conflicto con el cuadro tradicional”, frutos de “un irónico mestizaje entre el mundo clásico europeo y el nudo incaico americano”. (22) Sus obras se distinguen nítidamente de las de contemporáneos suyos como Alberto Burri, sobre quien Eielson anota: “Él cosía y remendaba sus sacos, obteniendo resultados notables desde el punto de vista estético. En cambio, yo estaba más inclinado a una visión ‘limpia’ de la materia, a formas y espacios menos viscerales. El uso del material rústico —el yute, la lana, el algodón— representa para mí el retorno a una fuente primordial: los tejidos precolombinos. Recuerdo haberle mostrado a Burri un volumen a colores sobre estos tejidos y él se quedó completamente desconcertado”.

(23) En la década de 1940 Eielson descubrió las gasas y las telas de Chancay, el libro Universalismo constructivo de Joaquín Torres García y la pintura de Paul Klee. En el decenio siguiente —el de su poemario Habitación en Roma—, en 1956, escribiría un artículo clave sobre la obra de Piet Mondrian. (24) En él, Eielson medita la posibilidad de un “ordenamiento del universo”, trasponiendo la abstracción al mundo real, donde la obra ocupa “nuestra conciencia y nuestro espacio exterior con el mismo derecho y la misma soberana realidad de nuestra propia existencia”. Con ello, según el crítico Juan Acha, Eielson afirma “la realidad física, casi siempre ignorada por habitual” y desarrolla un “realismo matérico” o un “anti-ilusionismo”. (25) En 1991, Giuseppe Capogrossi —viejo amigo suyo y uno de los principales exponentes de la pintura informal italiana— define meridianamente: “En los trabajos de Ud. el espacio es el verdadero protagonista. El mismo que partiendo de Malevich y Mondrian llega a Klein y Fontana, pero que cada uno interpreta a su modo. […] (26) Fontana, por su parte, corta y perfora el espacio, en busca de la tercera dimensión más allá de la tela, mientras que usted encuentra su tercera dimensión precisamente delante de la tela, anudándola”. Su interés por el color lo acercó con la misma intensidad a los artistas precolombinos y a maestros como (27) Josef Albers, (28) Yves Klein, (29) Frank Stella, (30) Morris Louis, (31) Kenneth Noland. Poco o nada lo atrajo el Pop de Andy Warhol y Roy Lichtenstein, estrellas del momento. (32) La Marilyn de Eielson antecede a la icónica de Warhol.

(33) Sebastián Salazar Bondy escribió: “Los kipus de Eielson no son como puede creerse fácilmente una invención impensada, gratuita y feliz, sino por los frutos de una vida que madura distinta, es decir, revolucionariamente”. Según Juan Acha, Eielson “impregna belleza y con ésta nos dice claramente que el arte no reside en las obras de arte reconocidas por el solo hecho de ser objetos, sino por su estructuración o conjunto de correlaciones sensitivo-visuales de sus materiales” y considera que las vibraciones texturales del textil teñido “son más visivo-táctiles que las texturas pigmentadas”. Para el crítico Pierre Restany, “Su gesto es aquel de una acción existencial llevada al paroxismo de la tensión física y de la concentración de la energía, un signo arquetípico de una lucha cuerpo a cuerpo ritual sobre la tela. […] Todo es tensión en estas obras, una tensión que solo la fibra textil puede expresar en su más mínima esencia”. La elasticidad de las telas —para Eielson, “materiales leves e intensos”— proyectada diagonalmente genera trayectorias, ritmos que emulan la dinámica giratoria del vuelo de las aves y se abren a la temporalidad. Martha Canfield —su albacea— afirma que Eielson, discípulo del maestro budista Taisen Deshimaru, “procedió de manera ineluctable hacia esa distancia y esa estaticidad contemplativa propuestas por la filosofía zen”. Peculiares e inconformistas, las obras de Eielson acicatearon en el medio limeño las exploraciones “fuera del cuadro” de quienes veníamos detrás, reunidas por Élida Román bajo ese título en la sala de Petroperú hacia el final del milenio.

(34) Las siguientes citas de Eielson, de 1967, mantienen una pertinencia notable: “La pintura actual, el arte actual, exige una lucidez meridiana que nada puede compartir con la ceguera instintiva del llamado pintor espontáneo y sincero. […] Existe un lenguaje universal de las formas del cual hay que apoderarse para poder decir la propia palabra. […] El gran pintor peruano contemporáneo comenzará a existir el día que habrá comprendido y hecho suyo ese lenguaje, cosa que no se puede obtener viviendo tan sólo en el Perú, puesto que el escenario del arte actual es desde ya hace algún tiempo el mundo entero. […] Respecto al arte no soy muy optimista. La homologación galopante, los excesos intelectualistas y tecnológicos, el general desencanto ideológico, político y social, la sed de protagonismo de los artistas jóvenes, la así llamada ‘lógica del mercado’ y otros factores están hundiendo los fundamentos del acto creativo”. “La metáfora de la red —escribió en 1997— como la del nudo (y no hay red sin nudos, evidentemente), es también la metáfora de la existencia. Desde la cadena de nudos espiraloides que constituye el DNA primordial de la vida, hasta el insondable paquete de nervios y neuronas que forman ese milagro de la evolución que es el cerebro humano, toda nuestra existencia es la historia de una estructura que, para sobrevivir, tiene que inventarse continuamente una red infinita de informaciones y relaciones interactivas que amplíen su horizonte vital”.

(35) No volví a verlo hasta 2002, cuando fui invitado a una videoconferencia con él, organizada por Telefónica del Perú. Desde Italia, Jorge Eduardo apareció con una máscara azul constelada por puntos blancos. El auditorio estalló en aplausos cuando el poeta se descubrió y dijo “Sí, soy yo”. Los años y sus pesares, como la leucemia que se llevaría a Michele un año después, lo afectaban ostensiblemente, pero su lucidez permanecía. Eielson destejió interrogantes impecablemente. Cuando llegó mi turno, lo saludé emocionado, y él me respondió con calidez intacta. Le pregunté: “¿Podrías hablarnos sobre esta misteriosa fidelidad tuya a lo peruano y concretamente a su arte antiguo?”. Jorge Eduardo contestó: “La pregunta me toca muy de cerca. Esa fidelidad no es tan misteriosa, es muy visible puesto que la revelo continuamente, y se debe al hecho, justamente, de que yo me siento muy peruano siempre, y estoy muy feliz de serlo, no importa el tiempo ni la geografía ni todo eso, es lo que uno siente dentro. No quiero insistir demasiado tampoco porque sería algo demasiado localista y yo huyo de ese tipo de cosas, pero mi relación con el Perú es siempre muy intensa y, sobre todo, como tú dices, a través del mundo antiguo. El Perú contemporáneo lo conozco menos porque salí muy joven, pero mis raíces de todas maneras siguen ahí, y a través de la maravilla del pasado yo me siento siempre muy feliz y muy orgulloso. Por eso trato de llevar y recoger en mi trabajo lo que me es posible de ese extraordinario pasado que tenemos todos”. Todos sus rostros seguían allí, fascinado y fascinando, dirigiéndose en esa despedida tácita a una comunidad artística y académica de la que —finalmente— formaba parte.

(36) Su añoranza reluce en sus poemas, como un leitmotiv:

Excavo en mi dorado Perú

Un reino puro y encuentro

Una cuchara. Excavo más

Y sale el rey con toda su joyería

Y la reina mía enterrada

Cuya mirada me estremece

Excavo y excavo todavía

Y es mi osamenta que hallo ahora

Y el trono ensangrentado

Que ahí me espera

En la misma colección (Sin título, 1994-1998) leemos:

Hoy me despido de mi patria

Siempre salada y luminosa

Gracias a su pescado

Y a la divina espuma

De mi infancia en el océano

Cruel arena, sin embargo

Que no alimenta niños ni animales

Que viven de huesos

Y limosnas. Adiós extraña patria

Purgatorio de plateadas olas. Adiós

Pescado azul adiós

Arena atroz.

(37) Entrevistado por Patricia Pereyra en Cerdeña y Milán en 2005, Eielson confiesa que su búsqueda “ha perdido un poco su sentido”, insatisfecho con operaciones que ya no son para él más que “una delectación puramente estética”. Quiere dejar atrás todo lo hecho, ver las cosas desnudas, desanudar, salir del nudo. “Cuando un artista —sostiene— hace algo que parece arte, realmente no es arte. Es una cosa ya seguramente reconocida de alguna manera, y en general hay que inventar algo que tenga una razón de ser desde el punto de vista espiritual, puesto que es arte. […] Si no son complejos los problemas, no tienen ninguna gracia, aunque la complejidad la creamos nosotros. […] Yo paso de una cosa a otra, cambio de registro con gran facilidad”, declara antes de aparecer fugazmente con peluca y nariz rojas, y de autodefinirse como “un payaso”. Epílogo consecuente, sin solemnidades, mostrándose despojado del velo ilusorio del yo. El título de su última muestra en vida (Sevilla, 2005) es elocuente: El deleite inmóvil. (38)

Abelardo Oquendo, en su artículo “Los 80 años de Eielson”, de 2005, relata: “Demi Moore apareció hace poco en la revista italiana L’Espresso con un vestido inspirado en uno de los célebres nudos de Jorge Eduardo Eielson. La casa de modas Versace entró a saco en los cuadros de Eielson para uno de sus últimos desfiles de novedades. A saco, como un pirata”. Décadas atrás, Eielson había publicado: “Si Naomi Campbell es mitad mujer y mitad pantera, y Claudia Schiffer mitad mujer y mitad cisne, Valeria Mazza es, sencillamente, toda mujer”. Eielson encontraba en lo aparentemente banal motivos de elevación. Aguardó el fin mientras jugaba con nudos y escribía:

Caminando en el desierto

Los pies escuchan

Cada grano de arena

Se avanza entre reflejos

De millares de espejos

De jardines que no existen

Y tambores que no se oyen

El pensamiento reina soberano

Mas la osamenta es verdadera

Se avanza y se avanza todavía

¿O es el desierto que se mueve?

Se pide clemencia a las nubes

Se implora una gota de agua

Una sola pero verdadera

Hasta que todo se acaba y todo

Vuelve a comenzar

(39) El video “Vivir es una obra maestra”, de Gabriela Yepes, es otro registro valioso sobre el artista y sus espacios cotidianos postreros, así como el reportaje de Norma Martínez en “Sucedió en el Perú”, donde Eielson afirma que “una cosa es cierta: no solo la vida, sino también la muerte es una fiesta”. Allí también, Fernando de Szyszlo declara: “Yo creo que fue una persona feliz”. En su autobiografía La vida sin dueño, Szyszlo recuerda: “Luchábamos por las mismas cosas, leíamos los mismos libros y admirábamos a los mismos artistas”. Evoca también sus recorridos por anticuarios donde conseguían piezas precolombinas que a nadie interesaban y agradece un artículo de Eielson en el diario La Nación, dirigido por Jorge Basadre, sobre su primera individual: “Un texto precioso, lo primero que escribieron realmente sobre mi trabajo”. Szyszlo rememora: “Entre nosotros, sus amigos más cercanos, siempre gozó del prestigio de una persona con dotes excepcionales, y lo teníamos como un poeta fuera de serie”. Para Blanca Varela, no existía nadie más creativo ni talentoso que Eielson. Blanca y Fernando atestiguaron los inicios limeños y parisinos de Eielson —“Lo pasamos muy bien, muertos de hambre todos”— y las apariciones siempre sorprendentes de sus publicaciones a lo largo de medio siglo, aunque difirieran diametralmente al evaluar sus obras visuales. Entrevistado por Mario Pera en 2014, Szyszlo suelta que “Jorge se volvió italiano” y, sobre su trabajo como artista plástico, sentencia: “Divertido, de vanguardia, pero no le encuentro un significado mayor. No creo que dure y, físicamente, esos nudos no duran, se llenan de polvo, se caen. Yo creo que él es un gran poeta. Eso es lo que es y así va a quedar. Él era una persona complicada, una persona desligada de cualquier sentimiento nacional”. Estas declaraciones desconciertan, pero se explican: en su tramo final, Szyszlo desarrolló una aversión por todas las manifestaciones visuales heterodoxas y cuestionadoras de la pintura “de caballete”, como los ensamblajes e instalaciones de Eielson; y ni hablar de sus performances y happenings. Para Eielson, estos últimos “tienen por objeto el acercamiento de lo artístico, encerrado dentro de la cultura, hacia la vida misma, hacia el espacio vital cotidiano”. Sintomáticamente, en una entrevista con Omar Aramayo en 1988, Eielson confesó: “No me entiendo con mis coetáneos. Nos queremos, pero no nos entendemos. Mis relaciones mejores son con los jóvenes. Me parece estupendo. Hay una excepción: Javier Sologuren, no solamente mi amigo, sino mi hermano”. Hoy es constatable que, al contrario de lo afirmado por Szyszlo, los ensamblajes y nudos de Eielson parecen recién hechos. El aprecio actualmente extendido por los quipus de Eielson lo desmiente, asimismo. Por otro lado, no es el polvo el que destruye, sino el descuido. Dos implementos usados por arqueólogos y restauradores —la brocha y la bombilla de jebe— restauran los esplendores de un manto plumario de Nasca de dos mil años, y el tensador es una herramienta que recupera líneas rectas. Como entidades autosuficientes, brillan gracias a la fuerza y a la transparencia de su lenguaje. (40) Solo un poeta y teórico como él pudo formular: “Los nudos son espacio acumulado. El espacio es tiempo desplegado”. El aire liviano, fecundado por la “matriz musical” de los ensamblajes de Eielson, encierra un vacío enigmático que nada representa y mucho sugiere. Augusto Ortiz de Zevallos anota que hay “algo que los explica y les da vida, que sin embargo es inaprehensible”. Eielson transmutó influjos poderosos para alcanzar una originalidad incuestionable. “Soy peruano y limeño —declaró—, pero lo soy en la medida en que soy universal, actual, contemporáneo y no pasatista, burdamente localista”. Entretejidas por su búsqueda incansable, aérea, terrena y subterránea, sus obras confluyen como reflexiones sobre el destino y la naturaleza de la cultura global contemporánea. En estos momentos de resquebrajamiento de la convivencia social, conviene recordar esta afirmación suya: “Sin utopías, el arte y la vida misma carecerían de sentido, no importa lo que digan los sofisticados poetas del desencanto”.

Rodolfo Hinostroza coincidió con él en París en mayo de 1968 y recuerda que su taller lo impresionó “como a un provinciano” con su “ambiente raro y exquisito”, repleto de marchands, coleccionistas, periodistas de revistas de arte y pintores de vanguardia. “Él vivía del arte, no como poeta sino como pintor. Yo no conocía a ningún poeta que viviera así, con esa gracia, con esa sabiduría, rodeado de tantos talentos diferentes”. Su trato “evidenciaba mucho mundo”. En un bar, Hinostroza apuntó en su libreta estas palabras de Eielson: “La poesía es tiempo, la pintura es espacio. El tiempo es muerte, el espacio es vida, así de simple. En Europa descubrí el espacio, y entonces me dediqué a pintar”. “De Jorge —abunda Hinostroza— aprendí a mirar pinturas con la mente, y no solamente con los ojos. Y por eso le estaré eternamente agradecido”.

La trashumancia de Eielson no estuvo exenta de altibajos. En 1974, escribió desde Cerdeña a Mirko Lauer: “[…] espero ir al Perú apenas posible —es en serio— no soporto más Europa, prefiero morirme de hambre y de vejez como una momia de Paracas […]. Todo mi castillo de naipes europeo se ha venido abajo, y no me queda sino identificarme con las fabulosas ruinas de mis abuelos y la miseria de mis padres”. Sin embargo, Eielson persistió en el autoexilio defendiendo su libertad. Pasaba los veranos solo con Michele en Gardalis, carteándose con artistas e intelectuales del mayor nivel. De Octavio Paz recibiría un elogio famoso: “Eres uno de los rarísimos artistas y poetas auténticos en este continente de papagayos, simios y transistores”. Martha Canfield sostiene que, entre los otros grandes artistas latinoamericanos —Matta, Lam, Torres García—, “solo Eielson ha encontrado un fundamento artístico y antropológico en el quipu peruanoy ha sabido transformar el antiguo signo quechua en el núcleo estético y semántico de un lenguaje exquisitamente moderno”.José María Arguedas —su profesor en el colegio Alfonso Ugarte— fue quien le sembró el interés el arte andino. Eielson manifiesta que las creaciones culturales son tejidas por vínculos interpersonales insustituibles, fuentes de toda trasmisión auténtica, y concluye que “el arte nace de la armonía entre las personas”. Así, insufla coraje y esperanza, e insta a reconocernos como seres colaborativos e interdependientes, capaces de dignificarnos con el arte mayor, el de vivir. En su ensayo “Saber existir”, de 1955, leemos: “A la retórica de la vida, opongo la desnudez de la existencia, hecha de cosas esenciales, de cosas humildes cuya veracidad y cuya inevitable presencia constituyen su más profundo y duradero esplendor. […] Porque saber existir es, sobre todo, formar parte de la creación, ser digno de la creación articulándose para ello en el cuadro glorioso de sus más altas exigencias humanas y divinas”. Su recuerdo destella como un cristal de cuarzo en este teatro de sombras. Canta libre, ligero y sereno, como en estos versos, ante la “alta puerta que me aguarda tras el humo/De mi vida”.

Ricardo Wiesse Rebagliati

NOSTALGIA Y REBELDÍA DE JORGE EDUARDO EIELSON

RICARDO WIESSE REBAGIATI

Resumen

Palabras clave: Testimonio personal, artes visuales, arte precolombino y contemporáneo.

Pese a su autoexilio, Eielson mantuvo un diálogo abierto, enriquecedor y a la vez “subterráneo” con el Perú.  Sus escritos, exploraciones de toda índole y sus materializaciones visibles y tangibles se anudan a los esplendores fugados de los Andes para relucir nítidamente entre las sombras contemporáneas.    

“Nostalgia y rebeldía de Jorge Eduardo Eielson” es un testimonio personal, un texto introductorio a su obra y un homenaje. El relato de unos encuentros personales con el poeta en Trujillo y Lima, de 1987 a 2002, se intercala con indagaciones en su obra visual desde la perspectiva de un pintor, y recolecciones de lecturas de Eielson con algunas de las múltiples respuestas críticas que ha recibido su obra, un conjunto indisociable de sus facetas creativas.   En sus Quipus, Eielson exalta el espacio real, compuestos por tejidos torsionados que producen un efecto dinámico por las tensiones diagonales de sus ensamblajes.

Ricardo Wiesse, artista peruano

Interlocución de la conversación; por Laura Benetti

E y el son

Cuando algo me conmueve lo único que tengo para anexar es un silencio.

Me cuesta entrar a la palabra, pero haré lo posible.

Lo que es único en cada mano se pierde en su lectura. Asesinos entonces para dar a luz, ya que con lo que se pierde en la operación de lectura se puede hacer un lazo. La intimidad que nos propone Ricardo hace homenaje a lo entrevisto.

En su -hoy- famosa carta 52 Freud habla de la escritura como un proceso de traducciones sucesivas, se refiere a lo que ha quedado perdido de una satisfacción que nunca tuvo lugar. Lacan hará de esta huella perdida una marca de cuerpo que insiste como una letra fuera de sentido.

Una imagen: el equipo de futbol de Palestina entra al campo de juego, sus jugadores hacen el gesto conocido de llevar a un niño de la mano. Esta vez la mano extendida cava un agujero donde debiera haber un niño. Esos niños asesinados se dibujan en esa ausencia.

La potencia de esa imagen deja de lado el uso habitual de las acusaciones y las largas peroratas de la reivindicación ante la ofensa impartida.

En su lugar se hace uso del velo que indica el horror y permite al mismo tiempo que cada uno tenga el deber de hacer su traducción.

El velo que se rehusa a aparecer en la clausura de los tiempos, no sólo soslaya el banquete de estilo, sino que desdeña su erotismo ético.

Esa inscripción en acto es a mi modo de ver lo que tienen en común Eielson y Wiesse. No es fácil tocar a un otro si no se cuenta con el vacío necesario que suspende los sentidos acostumbrados.

El otro día le interpreto a un paciente: “Sabes estar donde hay que estar”. Elogio de la virtud viril, en su función de relevo para el extravío femenino, a veces para otros a veces para sí mismo.

Es lo que intento decir de la ética de la obra estos dos artistas.

Saben estar donde hay que estar.

La novela El Cuerpo de Giulia-No, se aparta de los manifiestos de la autodeterminación y de sus encumbrados yoes.

Para decir con su Tiresias en llamas, de esa pasión que nombra en la página 21, pequeños verbos inútiles, engendros de la vida diaria que se resumen en: AMODIAR o ODIOAMAR.

Lacan también cuenta con su Tiresias neológico, la pasión aglutinada en su odioenamoramiento. También pensaba que Rabelais inyectaba palabras a la escritura.

Esto es una actualización.

Eielson con sus quipus de nudos incorpora el imposible de decir en una escritura que hace litoral, ese imposible destila el misterioso placer de la invención.

Lacan propone un litoral entre goce y sentido y lo hace con la subversión que la letra dispone, en esa ocasión la nombra Litura.

Para terminar.

La huella hecha con materiales del desierto, tiene el pincel de la transmisión y su rito funerario. Ricar querido ¿cuéntanos más de esa huella de arena y del pincel enterrado en su desierto?

Gracias.

Laura Benetti

Lima 26 de mayo 2024.

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